Cubillana



A Cubillana se llega dejando el camino que lleva al badén de Torremayor. Cubillana es tan invisible como el propio badén en la estación de las lluvias. No se ve, pero está ahí. Créelo.

Aquí, antes de los geranios, floreció el amor a los libros. Junto al Guadiana, tan junto que parece salido de sus aguas, hubo cabañas de pastores. Luego vinieron los monjes de Emérita. Incluso un médico griego, el que después fue el obispo Paulo de Mérida, hizo morada de Cubillana.



Dicen los eruditos que en este antiguo monasterio, antes de ser casa y palacio de labor, se fraguó la cultura visigoda de Lusitania, y que de sus celdas y de su escuela salieron, sin birretes, aún no estaba de moda, letrados y clérigos de alto postín. A Cubillana se puede llegar por ese camino de Torremayor, sí, pero también se podría llegar a través del agua. Los niños que vivieron en Cubillana tenían al río como su patio de juegos. La torre esbelta preside el lugar, y los perros le ponen música a la llegada del desconocido.



En torno a Cubillana ya es todo siembra. Parcelas del tiempo de las máquinas americanas que nivelaron el Plan Badajoz. Pero recuerda, viajero, que mucho antes aquí hubo otro plan, un plan de estudios muy severo.

La hora de la siesta se hace larga bajo las palmeras que dan sombra a la casa principal. Los perros ya se han acostumbrado a tu presencia y se han alejado lo suficiente como para poder sentarte junto a la puerta de esta casa, la que tiene floreros de piedra en el tejado, la que parece una mezcla entre mansión modernista austera y los tejados que tanto gustaban a Adel Pinna. Al fondo, el ruido lejano de algún tractor, el murmullo del río y una leve brisa que amaina el sofoco y que adormece, por fin, a los perros. Recuerda que toda esta ruta es tierra de Cave Canem.